¡ SEÑOR MIO Y DIOS MIO !
“Ver para creer” es uno de los slogan de nuestro tiempo, pues sólo solemos aceptar lo que tocan nuestras manos...
Jesús ha muerto. Y los discípulos desconcertados se encierran “por miedo a los judíos”. Pero de pronto, Jesús se presenta y les dice: “La paz sea con vosotros”. Y los discípulos se llenaron de alegría.
Aquel día faltaba Tomás. Los demás le cuentan: “!Hemos visto al Señor¡”. Y la extrañeza de Tomás se convierte en duda que, con frialdad, exclama: “¡Si no meto mi mano en la herida de su costado, no lo creeré!”. “Ver para creer”.
A los ocho días se repite la escena, estando Tomás también. Jesús con delicadeza le coge la mano, la mete en la herida de su costado y le exhorta: “!No seas incrédulo, sino creyente¡”. Y Tomás, mirando ruborizado al Maestro, exclama con la voz de la mente y del corazón: “¡Señor mío y Dios mío!”
El hombre de hoy es también discípulo de Tomás. Quiere ver para creer, tocar para impulsar su esperanza, volver a ver el rostro del amigo para amar. Y a nosotros nos toca recoger el testigo. Desde la lógica de la razón nos podemos empeñar en querer meter el dedo en la llaga para creer: ¡ver para creer!. Y la infinita paciencia del Maestro sigue esperando en el Cenáculo de la Iglesia para coger de nuevo la mano incrédula de cada uno de nosotros y poner en nuestros labios las palabras amigas: “!Señor mío y Dios mío!”
Es posible que también yo y tú sigamos con dudas. Pero aún estamos a tiempo: en la orilla del amor nos espera el Maestro, para que meta nuestras manos en la llaga de su amor. “!Gracias, Señor, por tu espera!”.
“Ver para creer” es uno de los slogan de nuestro tiempo, pues sólo solemos aceptar lo que tocan nuestras manos...
Jesús ha muerto. Y los discípulos desconcertados se encierran “por miedo a los judíos”. Pero de pronto, Jesús se presenta y les dice: “La paz sea con vosotros”. Y los discípulos se llenaron de alegría.
Aquel día faltaba Tomás. Los demás le cuentan: “!Hemos visto al Señor¡”. Y la extrañeza de Tomás se convierte en duda que, con frialdad, exclama: “¡Si no meto mi mano en la herida de su costado, no lo creeré!”. “Ver para creer”.
A los ocho días se repite la escena, estando Tomás también. Jesús con delicadeza le coge la mano, la mete en la herida de su costado y le exhorta: “!No seas incrédulo, sino creyente¡”. Y Tomás, mirando ruborizado al Maestro, exclama con la voz de la mente y del corazón: “¡Señor mío y Dios mío!”
El hombre de hoy es también discípulo de Tomás. Quiere ver para creer, tocar para impulsar su esperanza, volver a ver el rostro del amigo para amar. Y a nosotros nos toca recoger el testigo. Desde la lógica de la razón nos podemos empeñar en querer meter el dedo en la llaga para creer: ¡ver para creer!. Y la infinita paciencia del Maestro sigue esperando en el Cenáculo de la Iglesia para coger de nuevo la mano incrédula de cada uno de nosotros y poner en nuestros labios las palabras amigas: “!Señor mío y Dios mío!”
Es posible que también yo y tú sigamos con dudas. Pero aún estamos a tiempo: en la orilla del amor nos espera el Maestro, para que meta nuestras manos en la llaga de su amor. “!Gracias, Señor, por tu espera!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario