CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
Queridos hermanos: Es hermoso
comprobar que el recuerdo a
quienes partieron de entre nosotros no se ha desvanecido con el paso del
tiempo. Nuestra mente los mantiene vivos en la memoria y nuestro corazón los sigue
venerando con amor.
Pero sería
una pena que todo se redujera a la visita al cementerio y al homenaje de unas
flores. Eso está muy bien, pero para un creyente y para un cristiano no es
suficiente. Un creyente confía en la vida tras la muerte y desea y ora para que
esa vida sea en paz y en felicidad. Un cristiano cree en la resurrección
futura, espera en la vida gloriosa y celebra que esa resurrección y esa gloria
ya han sido conquistadas por Cristo para él y para toda la humanidad.
Por eso como creyentes cristianos, hemos venido a participar de esta
Eucaristía, porque en ella celebramos el triunfo de Cristo, porque en ella
ofrecemos el sacrificio redentor de Cristo y unimos nuestra oración a sus
infinitos méritos, y porque en ella proclamamos nuestra fe en la resurrección
del Señor. Como en toda Eucaristía, recordamos que “este es el misterio de
nuestra fe”. Como en toda Eucaristía confesamos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu
Resurrección. ¡Ven, Señor, Jesús!”
Es el resumen de la fe y el resumen de la vida cristiana. Es la garantía de
que, tras la muerte, Dios rescatará esa vida y le dará con Cristo la
resurrección y la gloría. San Pablo lo recordaba con su mensaje de ánimo y de
esperanza: “No queremos que
ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres
sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo
modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él”.
Hoy más que nunca proclamamos la
muerte y resurrección de Cristo: resumen de la fe y de la vida cristiana.
Insistimos: Desde el nacimiento a la vida de Dios por el bautismo, hasta su
muerte, la existencia de un cristiano transcurre a la luz de la cruz. Tan es
así, que decimos con el catecismo que “la señal del cristiano es la santa
cruz”.
Una
cruz que es signo del morir cada día al pecado y del luchar cada día por
liberar al mundo de los efectos del pecado: el mal y el sufrimiento en todas
sus dimensiones de hambre, de enfermedad, de marginación, de violencia, de
exclusión, etc. Pero una cruz que es, a la vez, signo de vida nueva y
resurrección: del hombre nuevo que ha renacido a imagen de Cristo, y del mundo
nuevo que se va consiguiendo desde el amor, la paz y la justicia.
Los seres queridos a quienes hoy
recordamos ¡cuánto trabajaron por dejarnos un mundo mejor que el que ellos
recibieron! ¡Cuánto debemos a su fe y a su vida cristiana! ¡Cuántos valores nos
transmitieron que deben constituir la mejor herencia: honradez, espíritu de
sacrificio, respeto y convivencia, fe, esperanza y amor cristianos…! ¡Cuántas
lágrimas enjugaron, cuántas necesidades atendieron, cuánta esperanza
despertaron, cuánto amor sembraron! Con sus vidas de fe anunciaron la muerte y
proclamaron la resurrección del Señor.
Hoy nuestro recuerdo es
oración por ellos, con la confianza puesta en el Dios misericordioso, que
perdona sus culpas y deficiencias humanas, y con la fe apoyada en el portentoso
anuncio que el Señor ha manifestado en el Evangelio: “Yo soy la resurrección y
la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”; y el que está vivo y
cree en mí no morirá para siempre”.
También hoy nuestro recuerdo es
compromiso con el legado que nos dejaron y con los valores que nos
enseñaron. Ahora nos corresponde a nosotros cumplir con la tarea cristiana de
llevar hacia adelante este mundo que ellos pusieron en nuestras manos.
Y nuestro recuerdo es, además,
celebración de la eucaristía.
Acción de gracias a Dios por el regalo de sus vidas y por la obra realizada a
través de su existencia. Y memorial de la muerte y resurrección del Señor. Con
fe y con esperanza en la vida eterna que nos aguarda tras la muerte,
reconocemos la salvación de Dios, realizada en Cristo: “Por tu cruz y resurrección nos has salvado,
Señor”.
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