DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO “B”
Jesús hace
realidad la salvación de Dios, que quiere que todo el mundo tenga vida y vida
abundante. Cristo comienza a hacer presente la época mesiánica acercándose,
ayudando y curando las limitaciones que hacen sufrir; son los signos de que la
salvación ha llegado.
La primera lectura del
profeta Isaías, se dirige a los exiliados en Babilonia: “Sed fuertes no
temáis”. Destaca la fuerza transformadora de la Gracia: “Mirad a vuestro
Dios, que trae el desquite, viene en persona… Se despegarán los ojos del ciego,
los oídos del sordo se abrirán…” Una transformación de la naturaleza
entera.
El salmo
responsorial celebra la fidelidad de Dios salvador de los débiles, los pobres,
los últimos… “Alaba alma mía al Señor”
Santiago nos
habla de los pobres en general, de los “pobres del mundo que Dios ha elegido
para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino”. Pobres porque son
menospreciados por el mundo rico y además condenados a vivir en lugares
inhóspitos. Los cristianos hemos de verlos con ojos distintos al mundo. No
olvidemos que Jesús los declara bienaventurados. Creer en el amor de Dios es
estar dispuestos a amar. Unidad entre fe, esperanza y caridad.
El Evangelio nos
narra que llevan a Jesús un sordomudo, rogándole que le imponga las manos: “…Y
le presentaron un sordo que además apenas podía hablar; y le piden que les
imponga las manos”. El sordomudo era una persona excluida de la vida social
por su incapacidad para comunicarse. Su situación personal era digna de
compasión. No oye lo que dicen y además era mudo.
“Él, apartándolo de
la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la
lengua”. Jesús, en esta ocasión, como en otras, actúa con discreción. No
busca popularidad. Sólo le interesa hacer el bien a las personas, y prefiere a
veces, no hacerse ver cuando realiza algún milagro. Aquí también comprendemos
la importancia de la Encarnación. Jesús está insertado en el espesor de la vida
humana y siente compasión por la penosa situación de este hombre, de ahí que
toque con los dedos los oídos del sordomudo y con saliva su lengua.
“Y mirando al cielo,
suspiró y le dijo: Effetá (esto es “ábrete”. De inmediato se abren los
oídos de este hombre, se le soltó la lengua y comenzó a hablar sin dificultad.
El milagro realizado por Jesús es una obra del Padre en él. El suspiro indica
que está lleno del Espíritu Santo. Una auténtica expresión trinitaria.
La Iglesia emplea este
milagro de Jesús para explicar los efectos del bautismo. El bautismo es
curación de la sordera y da la capacidad de oír la Palabra de Dios, de
acogerla, y entrar en comunión con Dios. El bautismo también cura el mutismo
capacitándonos para hablar a Dios y de Dios, de orar y dar testimonio a
todas horas de la propia fe. Así los bautizados nos convertimos en personas
injertadas en la Iglesia, en el mundo y unidos a Dios. Demos gracias por el don
de nuestro bautismo.
En resumen, es claro
que donde esta Dios, hay curación del hombre. Donde el hombre se siente hijo de
Dios hay esa familiaridad para pedirle la curación de la humanidad enferma.
Pero esta petición, humilde y familiar, sabe que la respuesta de Dios empieza y
termina por el don del Espíritu. Y el Espíritu del Señor siempre se
abre camino y encuentra lugar en el corazón del hombre.
Hoy experimentamos cómo la esperanza mesiánica se concreta en un hombre
individual, pobre y olvidado, y no en el hombre abstracto. Así la Iglesia en
todas sus instituciones de caridad cuida de las personas, acogiéndolas y
haciendo posible la comunicación su comunicación con Dios Padre y con todos los
hombres, sus hermanos.
¿Me siento identificado con el sordomudo del Evangelio al pensar en el proceso
de mi fe? ¿Sembramos esperanza en los lugares que no han oído hablar de
Jesucristo?
“Señor, haz que nunca me separe de ti.
Ábreme a tu verdad, a tu amor y lo proclame a todos, siempre cerca de los
pobres”.
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