DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO “B”
Queridos hermanos, ¡qué experiencia más amarga debió sufrir el Señor en
la sinagoga de Nazaret al ser rechazado por su mismo pueblo! Tan amarga que se
sorprendió de su falta de fe. Tanto debió marcarle, que San Marcos inserta este
hecho al comienzo de la vida pública.
¿Por qué fue rechazado en Nazaret? ¿Por qué los suyos no le aceptaron a pesar
de haber oído antes hablar de sus milagros? ¿Por qué el pueblo judío, como tal,
rechazó a Jesús y fue condenado a muerte? Pero lo más misterioso es que este
rechazo se ha repetido a lo largo de la historia y hoy también nos inquieta.
Todos nosotros creemos en Jesús como el Hijo de Dios y vemos como lo más
natural de nuestra vida profesar esta fe en la divinidad del Hijo de Dios. El
tiene un papel central para nosotros. Creer en Jesús nos parece lo más natural,
a la vez que lo más indispensable y necesario; necesitamos de Él como sentimos
necesidad del sol, del aire o del alimento diario. El es Dios, amor, sin
el cual la vida no tiene sentido. Pablo… San Cristóbal…
Pero si abrimos los ojos a nuestro mundo, vemos con preocupación cómo la
sociedad se descristianiza progresivamente, cómo se extiende la
indiferencia religiosa, el relativismo de la moral y el hecho de
prescindir de Dios en la propia vida… Muchos bautizados también: “Vino a los
suyos y los suyos no le recibieron”.
En el evangelio aparecen dos causas fundamentales de esta falta de fe o de
rechazo a Jesús: A) La primera que Jesús se muestra, aparece como demasiado
sencillo para ser el Mesías, enviado de Dios, anunciado por los
Profetas.
¿Cómo puede hablar, actuar, manifestarse,
encarnarse Dios a través de un hombre sencillo, obrero, a quién además conocen
desde años? ¿Cómo puede venir la salvación de Dios con rasgos tan cotidianos?
Le llaman “el hijo de María” para constatar la humildad de su
origen familiar. María no es una “dama distinguida de la sociedad”.
B) Por otro lado el mensaje de Jesús no es como el de los escribas,
doctores que explican sabiamente la Ley, sino un mensaje muy personalizado,
exigente y vital: Se presenta a sí mismo como Enviado de Dios y ofrece las
líneas del Reino con una carga notoria de compromiso. Lo que supone que si le
aceptan, tienen que aceptar también su mensaje, su estilo de vida.
Y en esa dirección va la primera lectura del profeta Ezequiel: Corrían tiempos
difíciles del destierro, el pueblo de Israel se había instalado, le daban la
espalda al Dios creador y liberador, sus palabras resultaban incómodas y no
estaban dispuestos a escuchar y a vivir la palabra de Dios…
NOSOTROS HOY: Hoy son también muchas las raíces
y las formas de increencia…, pero coinciden también con las del tiempo de
Jesús. Hoy Jesús se nos presenta en una apariencia sencilla, humilde,
desprovista de poder, igual en todo a nosotros, menos en el pecado. Pero
ese es el que venció en la cruz, el que siguió venciendo en la debilidad de
Pablo y el que ha vencido y sigue venciendo en los cristianos… que a lo largo
de los siglos lo soportaron todo por su amor…y como El entregan su vida por la
verdad y el amor para que el mundo viva…
Jesús, el Hijo de Dios y sus seguidores vencen desde la cruz, desde la
sencillez, desde la verdad, el amor y el servicio. Su poder no es prepotencia.
Quizá sea esta la obra más grande de su poder: un Dios que se encierra en la
debilidad y que a nosotros, débiles, nos reviste del poder de su divinidad.
Creemos en este Dios humilde, sencillo como nosotros, capaz de abrir a todos
las puertas de las alturas y de hacernos ciudadanos del cielo. El Dios que bajo
las apariencias de pan y vino, viene a nosotros en la Santa Eucaristía. A este
Dios admirable lo bendicen nuestros labios y nuestra vida: “Señor Jesucristo, manso y humilde de
corazón, que pasaste por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos
por el mal, compadecete de nosotros. Enciende la fe en nuestros corazones para
que compartamos tu misma vida.
A
ti, Señor Jesús, sean dados el honor y el poder, la gloria y la alabanza por
los siglos de los siglos. Amén”.
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