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domingo, 8 de marzo de 2015

REFLEXIÓN DE DON MANUEL PARA ESTE DOMINGO

           

              Queridos hermanos: Ya estamos en el tercer Domingo de Cuaresma, tiempo de gracia de Dios y de renovación de nuestra vida cristiana. Seria bueno  preguntarnos hoy, cómo marcha nuestra conversión al Señor y nuestra vida de amor a los hermanos…

              En los tres Domingos próximos la Palabra de Dios nos urge a vivir más y mejor nuestro seguimiento de Cristo. Y para ello, nos propone tres Evangelios que son profundas catequesis. Este Domingo, la de Jesús en el Templo de Jerusalén.
       

              Todas las personas necesitamos signos visibles para creer  Así ocurría también en tiempo de Jesucristo. El templo era el signo visible por excelencia de la presencia de Dios en medio de su pueblo. En lo más alto del monte, Salomón construyó el templo para depositar  el Arca con las tablas de la Ley (Los diez Mandamientos) que Dios había dado a su pueblo en el Sinaí, después de hacer su Alianza con ellos: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”.             

              Sin embargo, el templo había dejado de ser signo de la presencia de Dios. Cuando Jesús  entra al templo y lo encuentra lleno de cambistas y vendedores no puede aguantarse. El templo ha sido violado y la presencia de Dios olvidada. Han convertido en cueva de ladrones (centro comercial) lo que era un lugar sagrado de encuentro con Dios.

              En ese preciso momento Jesús se presenta como el nuevo y único templo de Dios porque en el reside la divinidad; es el Dios hecho hombre, que anuncia su muerte y resurrección ante los ojos atónitos de los que le oían. En tres días quedaría todo derruido y en tres días se reconstruiría. ES EL GRAN SIGNO QUE CRISTO NOS DA PARA CREER.

 

             Después de su resurrección, nos dará su Espíritu, que nos hará también a los hombres templos de Dios. A partir de Jesucristo, muerto y resucitado, todos los hombres  son sagrados,  signos de la presencia de Dios, hechos por sus manos a su imagen, salvados por su amor, dignificados por su redención. Las personas son el verdadero templo de Dios. Somos templos de Dios porque en nosotros mora él. Hemos sido consagrados en el bautismo como templo santo suyo. El cuerpo es el verdadero vehículo del amor y por eso es residencia de Dios. Con él alabamos a Dios y servimos a los demás y nos encontramos con los hermanos...

              Estos días queremos renovar nuestra alianza con Dios, nuestras relaciones con Él y con los hermanos.  Dios al darnos los Diez Mandamientos y Jesús al hacernos templos de su Espíritu, nos recuerdan nuestras posibles profanaciones, debidas al egoísmo, a la injusticia, a la explotación... ¿Cuantos templos rotos, destruidos, privados de dignidad? Debido al vicio, al hedonismo y al consumismo, que provocan y llegan a todo tipo de degradación y de violencia (aborto).

 

              Ante semejantes profanaciones, nos debe doler el alma, debemos rebelarnos y comprometernos a luchar y a cambiar, empezando por nosotros mismos, en nuestra familia y sociedad.

              El Señor nos pide valentía, para darle el culto que Él desea: dignificar las personas. Ya los Santos Padres de la Iglesia hablaban de que la Iglesia no es un museo de oro y plata... Decían: “¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro, si Él se consume de hambre?”

              Ya el Papa San Juan Pablo II decía que en ciertos casos de necesidad “es obligatorio enajenar adornos superfluos de los templos y objetos preciosos del culto divino”

              Nos falta generosidad, valentía, y tal vez lucidez. Hoy también Jesús empuñaría más de una vez el látigo para defender a los hijos del Padre tan profanados por... egoísmos, intereses, falta de atención... Nos falta la Ley nueva de Jesús que nos libra del yugo insoportable de la ley antigua. Efectivamente Cristo nos ha librado de todo lo pasado, del hombre viejo... con su mandamiento nuevo del amor “Amaos unos a otros como yo os he amado”, que más que ley es una gracia, un don.

 
- Una gracia, pues nada hay más gratificante como el amor. El nos pide que nos amemos y nos capacita para que nos amemos, dándonos su Espíritu, que es amor.

 - ¿Un yugo? Pues nada hay más exigente como el amor. Tienes que olvidarte siempre de ti mismo y vivir para los demás. Pero ya se sabe que “el alma que anda en el amor, ni cansa, ni se cansa”.

  - Una libertad: Ya nada no está “prohibido”, ni “mandado”. “Ama y haz lo que quieras, decía San Agustín, con tal que ames, porque todas las exigencias se concentran en el amor.


    Cristo, nuestra Alianza, su Eucaristía, su Sacrificio, su Amor hoy nos revitaliza y nos compromete.

 
 






 




 


 


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