DOMINGO XV DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A
Queridos
hermanos: La parábola del sembrador es hoy para nosotros una lección preciosa:
Nuestro Dios mantiene un diálogo de amor y de vida con nosotros; diálogo que se
realiza con palabras y hechos.
Dios no
es un ser estático, alejado de los asuntos humanos. Dios es amor y ello hace
que esté en constante comunicación con nosotros. Nuestro Dios nos habla, es
Palabra, un Dios vivo y nosotros hemos de responder con generosidad. Desde
nuestra experiencia gozosa de creyentes, nosotros queremos ser tierra buena,
queremos escuchar, comprender y vivir.
Jesús,
Palabra de Dios hecha carne, nos habla en Parábolas. Es una manera sencilla de
explicar las cosas. De la Parábola del Sembrador resaltan tres lecciones o
enseñanzas: 1ª.- Que las personas somos una tierra que necesitamos ser
sembrada. Sin la semilla que nos llega de arriba, de Dios, somos incapaces de
dar fruto. Si estamos convencidos de esta verdad, de la necesidad de Dios,
nacerá en nosotros un deseo de apertura a Dios y a los hermanos. No somos
autosuficientes, nos necesitamos los unos a los otros. Y, sobre todo,
necesitamos a Dios.
La
semilla de la Palabra de Dios enriquece nuestra existencia. Al escucharla, bien
en comunidad, bien a solas, o cuando los acontecimientos de la vida nos remiten
al designio de Dios y nosotros sabemos leerlos…, entonces la tierra de nuestro
corazón es de verdad fecunda…
2ª.- Esta
parábola nos inspira una gran confianza: Existe la semilla que necesitamos y
existe el sembrador. Es el Señor que nos aporta la semilla, su Palabra. Se
trata de una Palabra que tiene fuerza: “La Palabra que sale de mi boca, nos ha
dicho Isaías, no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad…” Por eso cantamos
“tu Palabra me da vida…” Ello nos debe animar a todos, pero sobre todo a los
que colaboramos con el Sembrador a sembrar, pues a veces nos desanimamos, nos
cansamos cuando no vemos resultados, y decimos “No se puede hacer nada”.
3ª.-
Somos responsables de nuestra tierra. En tercer lugar la Parábola nos enseña
que, a pesar de la constancia del Sembrador y a pesar de la fuerza de la
semilla, nosotros podemos frustrar la cosecha. Pues el futuro de la de la
semilla también depende de cómo hayamos dispuesto la tierra de nuestro corazón.
Si tenemos el corazón duro como el camino y nos resistimos a acogerla, la
semilla nos será quitada. Si somos terreno pedregoso, con algunos claros de
tierra, pero con mucha piedra, nuestra fe y nuestra vida cristiana serán
raquíticas. Quizás tengamos algunos momentos religiosos (entierro, boda,
comunión…) Pero sólo será eso, un momento efímero; y las dificultades y la
pruebas nos harán sucumbir.
También
puede suceder que nuestra tierra (nuestro corazón) esté lleno de zarzas; es
decir, los afanes de la vida, la seducción de las riquezas… Entonces haremos un
doble juego: Dios y los negocios sucios… Dios y el placer sin control… Dios y
una vida egoísta. Entonces podrán los negocios sucios, el placer y el egoísmo… y
ahogarán la semilla.
Pero,
atención: nuestro corazón también puede ser tierra buena y esponjosa. Podemos
ser capaces de ent0ender y acoger la Palabra de Dios, los valores de su Reino.
Entonces la cosecha será abundante, generosa: del ciento por ciento, o del
setenta o del treinta. Eso es lo que ansiamos nosotros, lo que necesita nuestro
mundo y lo que desea también el Sembrador.
La
Eucaristía trabaja la tierra de nuestro ser. Dejémonos trabajar por Dios… Ya no
seré yo, ni tu…será Cristo, Palabra hecha carne, quien viva en nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario