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domingo, 18 de mayo de 2014

REFLEXIÓN DE DON MANUEL


DOMINGO V DE PASCUA
 
INTRODUCCIÓN: Mis queridos amigos y hermanos en la fe. Por fin llegó el día esperado y preparado. Hoy es el día de los frutos de vuestro trabajo y de nuestro trabajo de comunidad..., del trabajo del Señor.
                               Todos os queremos maduros, desarrollados, queremos que participéis de nuestra alegría, de nuestro gozo; de lo que supone pertenecer a una comunidad de hijos de Dios y de hermanos, donde se vive, se respira amor, gozo, alegría, esperanza, ilusión...
                               Cierto día el Señor, por vuestros padres, os regaló su Espíritu, el Espíritu Santo. Fue vuestro bautismo que os hizo hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Fue vuestra entrada en la familia grande de hermanos que formamos los cristianos.
                               Desde entonces hasta hoy habéis crecido, habéis aprendido y comprobado que ser cristiano, seguir y vivir a Cristo es lo más importante en la vida de la persona. Pero para ello, necesitáis alimentar vuestra vida, recibid al mismo Cristo y escuchar su Palabra. Es lo que hacemos los cristianos los Domingos y lo que hoy comenzáis a realizar vosotros.
                               Hoy hemos escuchado unas palabras de despedida de Jesús a sus discípulos, poco antes de morir en la cruz, en la Última Cena. Es el momento en que les da las últimas recomendaciones… Cuando el amigo se les va, viene la tristeza... Y Jesús quiere  en ese momento animarlos y les dice: “No perdáis la clama...” son una invitación a la paz interior, a descubrir el sentido precioso de nuestra vida cristiana, a descubrir el plan de amor donde el Señor nos ha situado.
                             Uno de los frutos de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor, es la vida de la Iglesia: La común unión de vida y de amor de los seguidores de Cristo, que como Él anuncian y viven el Evangelio y se reúnen para celebrarlo, y que caminan con Cristo hacia la casa del Padre.
                               San Pedro nos ha ofrecido una bella imagen para describir a la comunidad cristiana, a la Iglesia: Es como un edificio  construido con “piedras vivas”, y en ese edificio Cristo es la Piedra Angular, fundamento que sostiene todo el edificio. Dios mismo es el constructor, el que trabaja en nosotros para ir construyendo; el que nos hace piedras vivas.
                               Es un pueblo, una familia abierta, que no ha de permanecer nunca cerrada en si misma. Es una comunidad que mira hacia fuera: La evangelización de los pueblos. Llevar la Buena Noticia del amor de Dios a todos los pueblos y hombres.
                               Un pueblo que, al ir aumentando, le surgen problemas y los resuelven entre todos dialogando, sacando conclusiones y compartiendo las tareas y trabajos: Reparto de bienes, atención a los necesitados...
                               Un pueblo que camina con Cristo hacia la Casa del Padre, pues Jesús les dice:”Me voy a prepararos sitio. En la Casa de mi Padre hay muchas estancias”. Jesús, que es la Piedra angular, es quien muestra el objetivo, la meta de la vida cristiana: LLEGAR A LA CASA DEL PADRE, LLEGAR A LA VIDA ETERNA. Y mientras llegamos, Él se muestra como el Camino y la Verdad que nos lleva hasta ella, hasta la Vida plena y eterna
                               Un pueblo que, al tener a Cristo Amor, es ahora hogar, donde no sólo se duerme (descansa) y come, sino también donde se acoge, se cura, se perdona, se comparte, se ama y brota la alegría y el gozo (el júbilo).
                               EUCARISTÍA: Es el Sacramento de la Iglesia. Este caminar lo vivimos en fragilidad, en pobreza, en tensión entre la realidad humana y terrena que debe asumir y la realidad a la que quiere llegar: La Casa del Padre, donde las limitaciones ya se habrán superado

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