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jueves, 20 de diciembre de 2012

En el portal de Belén

 
No hay nada más perfecto que estar con Jesús. ¡Puede usted comprobarlo, querido lector! Yo lo encuentro en cada Eucaristía, en cada Adoración, en cada Sagrario... Es cierto que nuestro Dios es silencioso, que se oculta en un pedacito de pan consagrado y que, debido a nuestra humanidad, no podemos verle tal y como era cuando andaba por Galilea. ¡Pero es el mismo, querido lector! ¡No hay diferencia! Yo lo sé: es la fe la que me hace sentir con gran seguridad esta inmensa realidad, que dirige mi vida y cubre toda mi existencia. Lo sé porque Él me regaló una noche de la forma más inesperada la capacidad de captarle con el alma (no con los ojos). Fue durante una Adoración Eucarística bajo las estrellas de un verano no muy lejano... Indigna y pecadora, aún hoy me pregunto por qué fui el recipiente de ese gran regalo... El regalo de entender que viví, vivo y viviré siempre en el portal de Belén.
Lea y trate de entenderme, querido lector: mi director espiritual (un curilla joven y sabio de pueblo), había cenado en casa junto a mi familia. Yo le había sugerido que nos trajera esa noche al Señor para que pudiéramos adorarle unas horas nocturnas en el pequeño y humilde oratorio de mi jardín, dado que tenía amistades que padecían grandes sufrimientos y que necesitaban consuelo y paz. (Ese año habíamos padecido enfermedades graves, fallecimientos y accidentes entre mis amistades, y había mucha gente afectada).

Mientras finalizábamos el postre, los orantes llegaban y se dirigían al fondo del jardín, en donde con la sola luz de las velas comenzaron a rezar el Rosario esperando que les trajera a Jesús. El Señor había acudido a mi casa, esa noche, en un pequeño portaviático que guardaba con cautela mi director espiritual.

Por no hacer esperar a los amigos, finalicé apresuradamente el postre y corrí junto a ellos. Ya estábamos entonando algunas canciones de alabanza cuando, a través del bambú del oratorio, me pareció vislumbrar una luz. Agudicé la vista y comprobé que se acercaba el sacerdote portando la custodia, precedido por dos amistades que sujetaban velas. "¡Llega Jesús!", anuncié a mis amigos. Se arrodillaron con gran fe y veneración cuando el sacerdote, por fin, atravesó la puerta del oratorio.

Entonces, mi alma vio algo increíble: lo que portaba el sacerdote, aunque a mis ojos no era más que una custodia con un disco de pan, en realidad era un bebé. ¡Era un niño recién nacido con el cordón umbilical colgando! Mi alma me lo revelaba, no había duda ni confusión. La seguridad y el entendimiento que percibí interiormente fueron perfectos. Yo siempre había imaginado que Jesús Eucaristía era un hombre adulto, todo un Dios resucitado... ¡Por eso casi me desmayé cuando, interiormente, mi alma le veía como un bebé recién nacido! Entonces comprendí... Entendí, con espantosa vergüenza, que la Reina de las Reinas, entregaba humildemente y con toda confianza, a su hijo recién nacido a las manos sacerdotales; manos que quizá a veces no estaban limpias o perfectamente preparadas para recibirlo. Pero, a pesar de ello, Ella entregaba a su bebé recién nacido, para que a su vez esas manos sacerdotales puedan entregárnoslo a todos los hombres de la Tierra. Entendí que un bebé así, vulnerable, era todo un Dios. ¡El Rey de Reyes venía en forma de bebé recién nacido para que le pudiéramos abrazar, poseer, amar...!
Me desgarró el corazón reconocer de golpe que no le había tomado muchas, muchísimas veces, de forma digna. Lloré de vergüenza y arrepentimiento... ¿Cuántas veces había recibido a ese bebé Dios, perfecto y santo, con el alma sucia? Entonces entendí, que cada Comunión, cada Eucaristía, es estar realmente en el Portal de Belén. Somos los pastores, y la Madre de Dios nos entrega a su hijo, fiándose de nosotros, con todo su amor. Querido lector: ten tu pesebre limpio; ten tu pesebre preparado; ten tu pesebre digno... Porque cada misa, cada Eucaristía, es una verdadera Navidad.
María Vallejo Nágera

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