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domingo, 19 de febrero de 2012

D. MANUEL PARA LA REFLEXIÓN

TÚ, SEÑOR, ME PERDONAS...

Cuando los cristianos revisamos nuestra vida, tratamos de no vivir presos del remordimiento del mal que hemos realizado o del bien que hemos dejado de obrar. Se trata de situarnos humildemente ante Alguien que nos diga que el futuro está abierto, que es posible andar en otra dirección, que es posible una vida nueva.
En el milagro del Evangelio de hoy, Jesús se manifiesta como Alguien que tiene poder para perdonar pecados. Alguien que puede mirarnos a los ojos y decirnos: ¡Tus pecados te son perdonados, comienza a vivir de nuevo!

La historia del pueblo de Israel es una historia de amor y de desamor con su Dios: un pueblo que se esconde en el caparazón de su pecado, y su Dios que le busca con amor de Padre. Es una historia dramática en la que siempre, al final, puede el amor. Y Dios es Amor.

La presencia de Jesucristo, el Hijo de Dios en medio de nosotros, es el culmen de esta historia: Dios nos quiere salvar del pecado, nos quiere devolver la dignidad de hijos perdida por nuestro orgullo. Y nos envía a su propio Hijo, para compartir nuestra vida en todo “menos en el pecado”, e invitarnos a que cada uno de nosotros compartamos la vida de Dios.

Por eso, el hombre, ante Dios, no debe dejarse llevar por el amargor del remordimiento, quedando paralizado en el pasado de su vida, sino que arrepentido, ante su Señor, le dice: ¡Tú, Señor, puedes sanarme! ¡Tú, Señor, puedes perdonarme y darme de nuevo la vida!

Es más fácil quitar muletas que quitar pecados. Hoy, en la soledad del hombre moderno, no sólo necesita que le den la buena noticia de la curación del cáncer, de la vacuna anti-sida, sino que necesita oír de nuevo, con voz más fuerte, que hay alguien ante quien podemos pedir perdón, Alguien del que podemos escuchar: “¡Tus pecados te son perdonados, vete en paz y no peques más!” Entonces, el horizonte de la vida se ensancha y se hace luminoso.

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