DOMINGO
XXII “A” PARA LA REFLEXIÓN
“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me
forzaste y me pudiste”.
Preciosas estas palabras del Profeta Jeremías, que son el fundamento de nuestro
ser cristiano y que hoy por hoy nos hacen seguir a Jesucristo.
El
Señor, su persona se ha enamorado de cada uno de nosotros y nos hemos dejado
enamorar. El ha sido más fuerte (su amor) que nuestra debilidad. Nos ha podido;
nos ha vencido con la fuerza de su amor.
Y
esa seducción de Dios ha forjado en nosotros una personalidad de creyentes, de
personas de fe; personas de plena
confianza en Jesús el Hijo de Dios. De que sólo Él nos da lo que necesitamos, y
por eso lo proclamamos como Señor, Guía y Maestro.
Y
esto no es una quimera, un cuento, sino una experiencia de gozo, de paz y de
vida incomparables; supone una serenidad impresionante. Desde Dios, desde Jesús
las cosas recobran un nuevo sentido.
Esto supone una fe que está implicada en toda la vida y que tiene unas
consecuencias fabulosas. Jeremías decía que no le traía más que problemas (como
ir contra corriente). Pedro protesta en el Evangelio porque Jesús le dice que
su camino es de cruz y pasa por dar la vida (muerte). Jesús tiene que reñirle y
para que quede bien claro, le añade: “Negarse a sí mismo, cargar con la cruz,
perder la vida”.
San
Agustín nos dice: “Muchos hacen la señal
de la cruz sobre su frente, sin preocuparse de qué significa lo que hacen. Pero
Dios no quiere dibujantes de la cruz, sino actores. Si llevas sobre tu frente
la señal de la humildad de Cristo, lleva también en tu corazón la imitación de
la humildad de Cristo. Que ese signo de la señal de la cruz que hacemos tantas
veces, quizá de forma rutinaria, sea un recuerdo de que merece la pena entregar
la vida, que merece la pena vivir como Jesús vivió, no guardando la vida sino
entregándola…”
También para nosotros la fe, desde esa experiencia de amor de Cristo,
implica obedecer a Dios antes que a los hombres (ir contra corriente) perder la
vida, entregarla. La fe no sirve para llevar una vida a base de ir tirando,
sino que nos obliga a poner en cuestión siempre nuestra vida y sus actuaciones.
Significa soportar incomprensiones a causa de ella; aceptar y asumir el dolor y
la limitación que no podemos superar. Pero sobre todo, supone hacer lo que hizo
Jesús: Poner la vida al servicio del amor de Dios entre los hombres y colocar
este ideal por encima de todo interés personal. Ello implicará sacrificios, renuncias
y mucha entrega como Jesús.
Este amor de Dios se manifestará en todos los campos y aspectos de la
vida del cristiano (honradez, esfuerzo y entrega en la familia para funcione,
solidaridad con los que sufren…
Hoy debemos preguntarnos si en verdad es Dios, su Hijo Jesucristo, el
Señor, quien nos seduce, si su amor es el que nos motiva y nos impulsa a la
realización de todas nuestras actividades. Esa es y será la razón de nuestra
forma y nuestro estilo de vivir: Dar la vida por amor.
Acabando las vacaciones y ante un nuevo
curso, podríamos ya pensar en cómo enfocarlo de cara a vivir nuestra identidad
cristiana, nuestro compromiso apostólico en nuestra familia, en nuestra
comunidad y en nuestra acción pastoral.
Y no olvidemos que la Eucaristía es
donde Jesús nos enamora, nos expresa todo su amor, alimenta nuestra fe y
fortalece nuestra vida. En ella el Señor nos pasa a vivir con sus mismos
sentimientos y sus mismas actitudes