DOMINGO XXVIII DEL
TIEMPO ORDINARIO “C”
Queridos hermanos el Evangelio proclamado nos presenta ya de entrada una enseñanza muy sencilla para nuestra
vida cotidiana: La necesidad de ser
agradecidos. Es necesario que sepamos decir “gracias”; es necesario que sepamos
agradecer las cosas buenas que Dios y los demás nos hacen. Porque hemos pasado
de “dar gracias por todo”, a no agradecer nada...
Aquellos diez leprosos del Evangelio
tenían muchos motivos para dar gracias a Jesús. Les había curado de la lepra. Y
la lepra no era simplemente una enfermedad: quien tenía lepra, además de
padecer el mal, tenia que vivir lejos de los demás, en una marginación absoluta
de la vida social. Era como estar enterrado de por vida.
Sin embargo sólo uno regresa para dar
gracias por la curación. Los demás sólo piensan en sí mismos, en tener
cuanto antes el certificado que extendían los sacerdotes, para poder vivir en
sociedad.
Jesús contento con el que ha regresado y molesto por la poca delicadeza de los
demás, destaca que el único agradecido
ha sido el extranjero samaritano, mientras que los fieles, los buenos
israelitas han sido incapaces de agradecer, de practicar la más sencilla de las
virtudes humanas, el agradecimiento.
Debemos hoy nos preguntarnos si solemos
ser agradecidos con los demás: no pasando por alto las pequeñas o grandes
cosas que los demás hayan hecho o hacen por nosotros. Y agradecer sea quien sea
de quien hayamos recibido: la persona importante o la persona humilde; el de
casa o el vecino...
Al agradecer los detalles... seguro que ayudamos al otro a seguir actuando de
modo servicial y generoso. De esta manera vamos fomentando actitudes y estilos
más humanos, más cordiales, más amables, más generosos, que bastante falta
hacen a nuestro mundo desagradecido.
SER AGRADECIDOS A DIOS.
Es el Dios que ha hecho nacer
de su bondad la creación entera; el Dios que ha escogido un pueblo y lo ha
liberado de la esclavitud de Egipto; el Dios, que para dar vida a todo hombre, ha venido a compartir la condición humana,
y así nos ha abierto a todos el camino del amor y de la salvación plena.
Por eso, en todo cuanto vivimos, en toda realidad de nuestra vida,
podemos descubrir la presencia
salvadora y misericordiosa de Dios. Y por eso, es preciso que siempre, como
aquel leproso, alabemos y bendigamos a Dios por sus dones.
La Eucaristía es nuestra acción de
gracias a Dios: “Levantamos nuestro corazón hacia Dios" por todos sus
dones y en especial por el don definitivo de su Hijo Jesucristo. Luego se lo
agradecemos con la vida, con nuestra disponibilidad, con nuestra entrega, con
nuestra fe.
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