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domingo, 9 de septiembre de 2012

D. MANUEL

DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO “B”
     Jesús hace realidad la salvación de Dios, que quiere que todo el mundo tenga vida y vida abundante. Cristo comienza a hacer presente la época mesiánica acercándose, ayudando y curando las limitaciones que hacen sufrir, signos de que la salvación ha llegado. El salmo responsorial celebra la fidelidad de Dios salvador de los débiles, los pobres, los últimos… “Alaba alma mía al Señor”
     La primera lectura del profeta Isaías, se dirige a los exiliados en Babilonia: “Sed fuertes no temáis”. Destaca la fuerza transformadora de la Gracia: “Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona… Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán…” Una transformación de la naturaleza entera.
     Santiago nos habla de los pobres en general, de los “pobres del mundo que Dios ha elegido para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino”. Pobres porque son menospreciados por el mundo rico y además condenados a vivir en lugares inhóspitos. Los cristianos hemos de verlos con ojos distintos al mundo. No olvidemos que Jesús los declara bienaventurados. Creer en el amor de Dios es estar dispuestos a amar. Unidad entre fe, esperanza y caridad.
     El Evangelio nos narra que llevan a Jesús un sordomudo, rogándole que le imponga las manos: “…Y le presentaron un sordo que además apenas podía hablar; y le piden que les imponga las manos”. El sordomudo era una persona excluida de la vida social por su incapacidad para comunicarse. Su situación personal era digna de compasión. No oye lo que dicen y además era mudo.
     “Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva loe tocó la lengua”. Jesús, en esta ocasión, como en otras, actúa con discreción. No busca popularidad. Sólo le interesa hacer el bien a las personas, y prefiere a veces, no hacerse ver cuando realiza algún milagro. Aquí también comprendemos la importancia de la Encarnación. Jesús está insertado en el espesor de la vida humana y siente compasión por la penosa situación de este hombre, de ahí que toque con los dedos los oídos del sordomudo y con saliva su lengua.
     Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es “ábrete”. De inmediato se abren los oídos de este hombre, se le soltó la lengua y comenzó a hablar sin dificultad. El milagro realizado por Jesús es una obra del Padre en él. El suspiro indica que está lleno del Espíritu Santo. Una auténtica expresión trinitaria.
     La Iglesia emplea este milagro de Jesús para explicar los efectos del bautismo. El bautismo es curación de la sordera y da la capacidad de oír la Palabra de Dios, de acogerla, y entrar en comunión con Dios. El bautismo también cura el mutismo capacitándonos para hablar a Dios y de Dios, de orar y dar testimonio a todas horas de la propia fe. Así los bautizados nos convertimos en personas injertadas en la Iglesia, en el mundo y unidos a Dios. Demos gracias por el don de nuestro bautismo.
     En resumen, es claro que donde hay amor, hay curación del hombre. Donde el hombre se siente hijo de Dios hay esa familiaridad para pedirle la curación de la humanidad enferma. Pero esta petición, humilde y familiar, sabe que la respuesta de Dios empieza y termina por el don del Espíiritu. Y el Espíritu del Señor siempre se abre camino y encuentra lugar en el corazón del hombre.
     Hoy experimentamos cómo la esperanza mesiánica se concreta en un hombre individual, pobre y olvidado, y no en el hombre abstracto. Así la Iglesia en todas sus instituciones de caridad cuida de las personas, acogiéndolas y haciendo posible la comunicación su comunicación con Dios Padre y con todos los hombres, sus hermanos.
     ¿Me siento identificado con el sordomudo del Evangelio al pensar en el proceso de mi fe? ¿Sembramos esperanza en los lugares que no han oído hablar de Jesucristo?
     Señor, haz que nunca me separe de ti. Guía mis pasos para estar cerca de los pobres.

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